Ginebra
Ginebra, la “Roma Protestante”, es hoy reconocida como importante centro de la vida cultural suiza, como sede de numerosas organizaciones internacionales y como pujante urbe industrial asentada en pleno corazón del Viejo Continente. Asimismo, es ciudad de una larga e inquieta historia, plena de grandes pasiones, de ideas, de radicales cambios sociales, políticos y religiosos.
Pero hoy nada de ello parece traslucirse del sereno espectáculo que nos ofrece la ciudad, dividida en dos por las tranquilas aguas del Ródano. El río, que tras emerger del lago de Ginebra, la atraviesa, parece discurrir quieta y acalladamente bajo sus ocho puentes en un gesto de franca armonía en el que la ciudad y el Ródano parecen fundirse.
Y no es menos cierto que, a primera vista, la Ginebra de nuestros días nos comunica la imagen de una sobria y elegante metrópoli europea en la que el sentido común, el diálogo y la tolerancia encuentran el ambiente que les es más propicio. Sin dudas, en ella se hace evidente la notable proliferación de eficientes y desapasionados funcionarios, pacientes diplomáticos y hábiles negociadores. Esa visión, aparentemente, es confirmada por una respetable tradición.
Así, Ginebra, principalmente a todo lo largo del presente siglo, ha sido el terreno apropiado para la ventilación de numerosas disputas políticas, además de haber servido de sede a incontables organismos internacionales. Si agregamos a ello el número de tratados firmados, y de conferencias y convenciones celebradas, debemos conceder que, en ese sentido, la ciudad nos ha imbuido eficazmente su espíritu de persuasiva neutralidad.
Sin embargo, tras esa fría apariencia que nos hace sentirnos en presencia de una especie de meca de la calculada negociación y la sutil diplomacia, intuimos su pasado histórico lleno de vitalidad, de pasión por la libertad y sus principios, y de un indomable espíritu de independencia que no podemos menos que venerar y admirar.