Irlanda oeste
Pese a todo lo que pueda ofrecer o evocar la costa este, pese a los encantos del litoral sur, son muchos los que dicen que es en el oeste, en Galway, en el distrito de Connemara, en las riberas del Lough Corrib y en el anillo del Kerry, donde Irlanda aparece en toda su múltiple e impresionante belleza.
Esa es la Irlanda que han mostrado las grandes películas. No podemos olvidar los currachs (especie de piraguas) en tela alquitranada de los pescadores del Hombre de Aran, los prados del Hombre tranquilo, los lagos diamantinos del Taxi malva, La hija de Ryan en la playa desierta, al pie de las abruptas cornisas de Dingle…
Cuando uno se maravilla de la firmeza pétrea con la que muchos irlandeses rehusan adoptar las formas de vida y de pensamiento de un mundo que les sigue siendo extraño y que consideran complicado, bastará con recordar las cornisas de Moher, que oponen una muralla de más de 100 metros de altura a los asaltos del océano, pero al mismo tiempo cubiertas hasta su última franja por un maravilloso césped que ha dado a la isla su color y su símbolo. Los corderos se tumban en la hierba, y los caballos se revuelcan como una bandada de pájaros en libertad. Las casas bajas se cierran en arco, los árboles se pliegan, las hierbas se doblegan y el Atlántico escupe sobre las playas la espuma de su ira.
Ceñida por completo por el mar, tonificada por su sal, aureolada por sus vapores, Irlanda permanece apegada a la tierra y prefiere reflejarse en el agua de sus innumerables lagos, a veces opacos, a veces de una limpidez sedosa, donde las colinas violáceas o doradas se reflejan con la seca pureza de trazo de las estampas japonesas. En las riberas de estos lagos es donde hallamos la mayoría de estos héroes a veces legendarios que pueblan las sagas irlandesas. En el mar, no encontramos más que a San Brendan sobre una ballena en búsqueda de su isla encantada, o Grace O’Malley, que se dedicó a la piratería, desafió a la gran Isabel Tudor, coleccionó (en todos los terrenos) conquistas y víctimas, pero permaneció siempre fiel a la palabra dada.
El rigor con que se aplica en Irlanda un especial código del honor, del pecado y de la ofensa, puede quedar ilustrado por el inflexible señor de Lynch: como el verdugo se negaba a aplicar la sentencia, ejecutó con su mano a su propio hijo, culpable de haber matado a un huésped español.
Los galeones ibéricos que, en el siglo XV, traían vinos, maderas y bacalao seco, encontraban abrigo seguro en los puertos bien resguardados de la costa oeste, con recortadas orillas. Cristóbal Colón siguió varias veces el «corredor del Atlántico» y se afirma, en Galway, que estuvo refugiado en la colegiata de San Nicolás antes de partir en la Santa María, llevando entre su tripulación a un muchacho del país.
Estos hombres de las tres islas de Aran son rudos marinos. Una leve capa de arena y de algas secas no da más que una flaca cosecha de patatas. Sin embargo, desde los tiempos más remotos, el lugar estuvo habitado y fue defendido así, como testimonia el ciclópeo recinto de Dun Aengus, redondeado en forma de media luna sobre la cornisa de Inishmore. Los pescadores, vestidos con espesos jerseys de gruesa lana, calzados con botas de piel de cabra sin tacón, llevan sus currachs entre las olas.
Más amables parecen los cien islotes de Clew Bay, Achill Island, con su rutilante montaña; las islas Skelligs, que, de lejos, parecen nevadas a causa de los millones de pájaros que coronan sus cornisas. Todos estos pájaros vuelan con gran estrépito cuando se acerca el helicóptero que trae a los peregrinos que escalan la roca desnuda para ver las ermitas sobre el abismo, intactas desde .hace más de mil años.
Irlanda, la primera orilla que vio Lindbergh cuando volvía de cruzar el Atlántico desde América, escala donde se posan cada día los grandes aviones transatlánticos, es feudo de las aves migratorias, pero también de las grandes rapaces que planean sobre los barrancos. Los de Killarney suelen escapar a la curiosidad de los turistas que se consuelan yendo a Two-Mile-Bridge, cerca de Clonmel, para visitar la halconería, donde se crían animales de caza, y admirar, entre halcones y milanos de menor envergadura, un águila dorada y un buitre negro que, según se dice, es el mayor del mundo. A veces hay que echar a las gaviotas de las pistas de Shannon Airport. Los cisnes blancos surcan los lagos en gran número. Cuando se camina a través de landas y praderíos, los aguzanieves emprenden el vuelo en las marismas, los urogallos y las cercetas escapan entre los cañaverales.
El furioso Cromwell, al buscar para Irlanda una «solución definitiva», quería enviar a todos los irlandeses «al infierno o a Connacht», donde el tierno verde de las colinas se halla cuadriculado por inútiles muros de piedra que los ingleses obligaron a construir a los irlandeses, a cambio de una irrisoria pitanza.
Esta región que se creía desheredada, azotada por todos los vientos, mordida por todas partes por las olas, se ha salvado únicamente por su belleza. Con sus tres lagos, orillados de magnolias y azaleas, sus hermosas cascadas y el perfil de la más alta de las cumbres de la isla, Killarney se ha convertido, sin perder nada de su encanto, en la Meca del turismo irlandés. El Anillo del Kerry, que se recorre en sentido inverso a las agujas del reloj, entre murallas de rododendros; Cong, donde se encuentra la pagana «tumba del Gigante» y, en los emocionantes restos de la abadía, las lápidas funerarias de príncipes y obispos; las colinas azules del Connemara, con sus chozas dispersas, de las que sube un hilo de humo azul, ofrecen imágenes suficientes para satisfacer al fotógrafo más exigente.
Igual que la preciosa cruz de Cong, desaparecida desde hace ciento cincuenta años y reaparecida en una humilde casa de pueblo para pasar al National Museum de Dublín, Irlanda emerge de siglos de tinieblas para reaparecer en una Europa agitada, como una joya, y sobre todo como un refugio donde la vida ha conservado su sabor; donde, como decía hace cien años Anthony Trollope, «se recobra la paz del corazón y del espíritu».